Me había propuesto escribir un relato para presentar a cierto premio literario, pero perdí de vista el premio y mis dedos teclearon estas páginas... Y decidí que no era un relato para un concurso.
No
sé si algún día mis relatos serán algo más que retazos de mi propia vida, la
expresión de esa mujer discreta que camina de puntillas para no llamar
demasiado la atención, de esa mujer que mira el reflejo de su imagen en el
espejo sin creer demasiado en sí misma y que, de tanto en tanto, recoge
puñaditos de su alma y los esparce en una hoja en blanco.
Sentada aquí, con mis dos gatas dormidas a mi
lado, confiadas, dulces, misteriosas, rescatadas de la calle por almas generosas,
tecleo intentando dar forma a un nuevo relato para presentarlo a un premio
literario. ¿Cómo saber cuáles serán los criterios de un jurado? ¿Cuál es la
fórmula mágica para que mi relato sea el ganador? No lo sé. Y también sé que
soy incapaz de escribir intentando cumplir las expectativas de los demás.
Escribo para ser. Y, cuando sin pensar en concursos ni en jurados ni en
lectores, cedo el teclado a esa niña escondida que hay dentro de mí, es cuando
brotan palabras capaces de emocionar y de arrancar lágrimas. Y entonces ya no
soy la empleada pública, rodeada de formularios y atrapada entre leyes y
normativas, sino que soy auténtica, real, ya no actúo, el telón cae. Y las
palabras, las historias revolotean a mis pies como las hojas de los árboles en
otoño, y son como semillas que brotan a través de la tierra de mi alma y crecen
y tienen vida propia.
El
dolor, la rabia, la frustración y la impotencia son el abono de esas simientes.
Y es la incomprensión de la crueldad humana la que ahora está horadando un
pedacito de esa tierra fértil que la niña que me habita riega sin perder la
esperanza.
Unos
grandes ojos oscuros, inocentes, limpios, escudriñaban el horizonte, y un
hocico húmedo de rocío aspiraba el aire de la mañana que estaba impregnado de
olor a hierba mojada, a amanecer, a nuevo día y a esperanza.
El
coche todoterreno estaba aparcado en el sendero
y un hombre estaba de pie junto al maletero buscando algo en su interior.
Unos segundos más tarde cerró de golpe la puerta y se dirigió caminando sin prisas,
con una mochila a la espalda y una escopeta colgada del hombro, hacia donde se
encontraban aquellos grandes ojos y aquel hocico húmedo.
El
animal era un galgo atigrado y blanco, de esbelta figura, de esa delgadez tan
extrema que únicamente aquella raza podía convertir en elegancia natural, en
una pincelada de belleza sobre el fondo anaranjado del amanecer.
Una
mano se posó en su cabeza y acarició sus orejas y el propietario de esa mano,
su dueño, comenzó a caminar hacia el campo que se extendía hasta donde
alcanzaba la vista, seguido al trote por su leal compañero. Tantos amaneceres
juntos, uno al lado del otro, la soledad y el silencio como única compañía,
oteando, atentos a cualquier atisbo de una silueta, al crujir de una rama, al
más leve sonido. Y el pulso de ambos latiendo al unísono, y la alegría del can
al cumplir la orden del hombre por el que hubiera, no sólo corrido, sino volado,
para cazar una estrella si él se la hubiera pedido. Pero no eran estrellas lo
que perseguían, eran liebres. Y, así, a la señal convenida, un relámpago
encarnado en cuatro largas y veloces patas, se alejó a grandes zancadas para
dar caza a aquellos pequeños animales que competían con él en velocidad y
destreza.
¡Cuántas
veces habían regresado al hogar con varias piezas bien sujetas por las rudas
manos del cazador! ¡Qué miradas de orgullo hacia su can al cruzarse con otros
camaradas!
Pero
aquel día el retorno fue diferente, el hombre no dirigió ni un halago al animal
que, intuyendo el mal humor de su amo, caminaba cabizbajo detrás de él. Aquel
día, al cruzarse con sus compadres, hubo entre ellos cuchicheos, y las miradas
fueron de la única y pequeña liebre que colgaba entre los dedos del cazador al
lebrel, y del lebrel al cazador.
Llegaron
a la casa de labranza y el galgo ocupó su jaula junto a otros galgos y podencos. Se acercó a
su plato de comida, pero estaba vacío. Su dueño se había olvidado de
llenárselo.
Transcurrieron
varios días hasta que la puerta del cubículo volvió a abrirse. Entre tanto,
otros animales habían acompañado al hombre en sus andanzas. Y él yacía triste,
con el afilado morro pegado al suelo y los ojos absortos en una interrogación.
Al
sexto día se abrió la puerta de la jaula y el cazador lo animó a salir. El can
trotó tras él y subió a la parte trasera del vehículo, excitado y alegre,
anticipando otra mañana de saltos y correrías por la llanura. El recuerdo del
último amanecer ya no existía. Sólo existían su amo, el campo y él.
Nada
había de diferente en aquella mañana. El mismo olor a rocío, el mismo aire
fresco… y la soledad y el silencio como únicos compañeros. El vehículo arrancó
y dejaron atrás la casona mientras los ladridos de sus compañeros iban quedando atrás. Sus ojos recorrían el
horizonte delimitado por la sierra, las casas, las cuadras, los prados, las
vacas y las ovejas. Y movía la cola, feliz, cuando otros perros corrían a las
cercas a ladrar al paso del automóvil, casi como si quisiera contarles a todos
que otra vez iba de paseo con su amo a perseguir liebres.
El
todoterreno se detuvo por fin al borde del sendero y recorrieron juntos el
campo, como habían hecho tantas veces desde que era apenas un cachorro saltarín
acabado de destetar. Pero, pasados unos minutos, un estremecimiento le erizó la
piel como un mal presagio.
No
cazarían liebres aquel amanecer. El hombre caminó sin titubear hacia un gran
árbol, el mismo bajo cuya sombra se habían cobijado durante las tormentas
inesperadas, y se detuvo a pocos pasos. Sacó una soga de su mochila y, sin
pestañear, hizo un nudo corredizo que pasó por la cabeza del animal, lanzó la
cuerda sobre una rama y estiró con fuerza hacia abajo. El galgo quedó colgado
del cuello, su esbelta silueta recortándose en el paisaje, sus ojos incrédulos,
fijos en aquel ser humano que hasta aquel momento había venerado, aquel ser
humano que jugaba con él cuando era un cachorro, que aplaudía sus carreras y
palmeaba su cabeza al llegar con una liebre en la boca. La cuerda se le clavaba
en el cuello, quemándole como un tizón encendido y la falta de aire lo hacía
patalear, mientras el hombre lo miraba impasible, casi aburrido esperando a que
todo acabara.
De
repente, un disparo retumbó en el aire y un aullido de dolor y de sorpresa
resquebrajó el silencio. El hombre gritaba agarrándose el brazo y la sangre brotaba
a chorros del lugar en el que antes había estado su mano, que yacía en el suelo
inerte sin la soga.
El
galgo había caído a la tierra de golpe, casi asfixiado, malherido. Una mano
cálida, de un hombre que no era su amo, arrancó con cuidado el extremo que se
aferraba a su cuello y unos brazos lo elevaron del suelo, lo dejaron en el
asiento de atrás de un vehículo y lo cubrieron con una manta.
Ese
otro hombre volvió sobre sus pasos, recogió la soga del suelo y se acercó a la
figura que seguía aullando. Los ojos impasibles del verdugo eran ahora ojos
llenos de terror que imploraban piedad.
El
desconocido rodeó con la soga el brazo ensangrentado y con ella realizó un
torniquete para detener la hemorragia.
Y
así la soga del verdugo se redimió, pero no redimió al verdugo. No hay
redención posible para aquellos que son capaces de torturar y matar a seres
indefensos, más aún, a seres indefensos que depositaron su confianza en ellos.
No hay redención para la crueldad.
Y,
así, otro galgo sobrevivió a los caprichos de seres, mal llamados humanos, sin
escrúpulos.
Y
una niña escondida dio forma a sus fantasmas a través de las palabras e
impartió justicia poética.
Jolines, me ha gustado tu relato... ojalá todas las historias acabaran con la misma pincelada de justicia.
ResponderEliminarMe gustó. Te animo a seguir escribiendo con tanto corazón.
ResponderEliminarPrecioso, me encanta tu estilo, narras muy bien.
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