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En memoria de Fernando Cuen Martín, que me amó y creyó en mí. Ya ha pasado un año. Siempre en mi corazón.

sábado, 30 de abril de 2016

Mira, Zulú

Mira, Zulú, ya sé que tú no puedes recordarlo, no porque tú no quieras, sino porque está en tu naturaleza vivir en el presente, sin lamentarte por el pasado ni angustiarte por el futuro, esa naturaleza que el ser humano ha perdido a lo largo del camino hacia la "racionalidad" y la conciencia del propio yo. En muchos momentos dudo de que nuestra evolución haya sido para mejor, desde luego no nos ha conducido a la felicidad. La felicidad es vivir el presente, disfrutar de cada momento, eso que yo soy incapaz de hacer.

No puedes recordarlo, pero sé que si él pudiera regresar de alguna manera, tu corazón sí que lo recordaría, su amor hacia ti, tu amor hacia él, los momentos compartidos, los paseos por el monte, las siestas en el sofá.

Mira, Zulú, ya ha pasado un año, y yo regresé a Madrid, a rendir homenaje a su memoria, aunque le rindo homenaje a su memoria cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, porque siempre está presente; y, a veces, beso su rostro en las fotos en las que estamos sonrientes, aquellas que nos hicimos en el Monasterio de Piedra. Éramos felices juntos, el infierno estaba a nuestro alrededor.

Ya ha pasado un año, ha pasado el fatídico día del aniversario de su muerte y lo recordé en Madrid con algunas personas que lo querían y con alguna que sin duda lo hubiera querido de haberlo conocido. Un año... Espero que ahora que he cruzado el umbral de esa puerta con la fecha del 24 de abril pintada en negro y lágrimas, pueda seguir caminando hacia otros días, con su recuerdo en mi corazón, y confiar en que aún encontraré ilusión y sueños en alguna vuelta del camino.

Mira, Zulú, no importa que tú no lo recuerdes. Siempre estaré yo para conservar su memoria.


domingo, 6 de marzo de 2016

Fechas señaladas

Las horas, los días, los meses van corriendo unos detrás de otros, unas veces perezosos, otras veces empujándose para llegar antes sin saber que en cuanto lleguen caerán en ese lugar de nuestra vida al que llamamos el pasado. Y cuantos más horas, dias y meses lleguen a ese lugar, menos futuro habrá en nuestro horizonte.

Las fechas señaladas son esos días que llegan para hacernos conscientes del tiempo que ha quedado atrás, fechas que se repiten un año tras otro y que hurgan en el dolor de nuestras pérdidas, que nos hacen añorar a ese ser querido que ya no está y con el que compartimos esos días marcados de rojo en el calendario y en nuestro corazón.

Desde la muerte de Fernando, la noche de Sant Jordi (del 23 al 24 de abril), esas fechas señaladas han ido cayendo sobre mi como losas: su santo, mi cumpleaños, mi santo, Navidad, Nochevieja...San Valentín...

San Valentín, el día en que nos conocimos en persona, después de dos meses escasos de correos electrónicos y llamadas telefónicas. 

Aquel San Valentín yo tenía un resfriado tremendo, la nariz me sangraba y salí antes de trabajar para irme a urgencias. Me extrañaba que él no me hubiera enviado un mensaje como hacía cada día a primera hora de la mañana, y más siendo un día tan especial. Empecé a temer que hubiera hecho una tontería y que se presentara sin avisar. ¡No, por Dios! Mi cara era todo un poema, la nariz roja como la de Rudolf, los ojos lacrimosos, y una congestión que no podía con mi alma.

En el hospital le envié un mensaje disimulando mi suposición y diciéndole lo que me había pasado y fue entonces cuando me dijo que acababa de aterrizar en el aeropuerto y que estaba en un taxi camino de Barcelona. No hace falta que imaginéis lo que sentí en ese momento...temor, dudas, cosquilleo en el estómago, ilusión, el miedo de que me viera y pensara que era horrorosa, miedo a que al encontrarnos la chispa de aquellos dos meses desaparaciera.

Llegué a la estación de Sants en la que habíamos quedado, en donde yo iba a coger el tren para volver a casa y me metí directa en el lavabo para intentar arreglar mi desastre de cara....ahora sonrío al pensarlo. Creo que eso no se lo dije nunca. Y luego salí y lo busqué, lo único que tenía eran las fotos que me había enviado. Y, de repente, vi a un grandullón con un impermeable y una gorra. Y no acababa de reconocerlo, porque se había recortado la barba y tenía el pelo más corto. Y me acerqué...y la chispa se mantuvo... Para la ocasión me había comprado una caja de bombones y un cojín de San Valentín con un osito que sigue en la estantería de mi habitación junto con otros recuerdos.


Lo arrastré, algo histérica, fuera de la estación, temerosa de que alguien de mi trabajo me encontrara paseando de la ciudad, cuando me había marchado de la oficina porque me encontraba mal, y acabamos en  una pizzeria en la que comimos. Para entonces él ya tenía mis manos en las suyas. Luego lo llevé hasta Plaza de Cataluña y caminamos hasta el centro comercial Maremagnum. Recuerdo que nos sentamos a tomar un café. Yo me encontraba fatal, casi diría que tenía fiebre, y hacía lo posible por estar a la altura de la conversación. Cuando me quejé de la pinta que tenía me dijo que estaba preciosa, encantadora, y en las ocasiones en que tiempo después se lo recordé, siguió diciendo que aquel día me encontró absolutamente encantadora. Así era él, tierno, cariñoso, sediento de dar amor y de recibirlo, un hombre encantador dentro de un gran corpachón.

Regresamos caminando hasta Plaza de Cataluña en donde nos despedimos para que pudiera coger un taxi de camino al aeropuerto. Y me besó por primera vez. Un beso tierno, dulce, lento, un beso de amor, el mejor beso de amor de mi vida, no me preguntéis por qué. Quizás porque era un beso cargado hasta los bordes de ilusión, de descubrimiento y de esperanza.

El día 30 de marzo cumpliría 63 años y el día 24 de abril hará un año de su muerte. Hay momentos en que sigue pareciéndome increíble. 

Ya no siento el dolor desgarrador y la rabia sorda de los primeros meses contra la vida y el destino, pero no he perdonado y sigo deseando la muerte a esas personas que le hicieron daño durante su vida y que quisieron ningunearlo en su muerte. Nunca perdonaré. Soy incapaz, yo, que jamás he sido rencorosa. Sin embargo, la melancolía sigue y sigo sin saber cómo encauzar mi vida.

Las horas, los días, los meses, van corriendo unos detrás de otros y yo sigo encallada, anclada, y aún hay momentos en que dentro de mi estalla la furia, preñada de frustración y pena, una furia que me asusta a mi y que dejá a Zulú asustado en un rincón.

También hay días en que miro al futuro y me digo a mi misma que aún no soy tan mayor, que ahí afuera debe de haber otro hombre que espere ser amado y que pueda amarme, que aún tengo muchas cosas por hacer, pero entonces me asusta pensar que para dar ese paso tendré que dejar a Fernando a un lado del camino, y miro sus fotos en la estantería, su chaqueta en mi armario, su osito en mi estantería...y me falta el valor.


domingo, 24 de enero de 2016

Derecho de admisión

Domingo, 24 de enero. Hace nueve meses que Fernando no está y, sin embargo, sigue conmigo.

Zulú duerme a mi lado, tras una de las trifulcas diarias con Claire y Rita, mis gatas, que también duermen tranquilas cerca de mi.

La vida sigue, ahora ya puedo decir y oir esa frase sin sentir rabia y dolor. La vida sigue y él no está. Y yo no tengo más remedio que seguir sin él. Y, a pesar de que hubo momentos en que me resultaba imposible aceptar eso, sigo adelante, soy capaz. 

Adiós a nuestros sueños en común, nuestra casa con jardín para nuestros perros y gatos, nuestro viaje a París, despertar por las mañanas y asomarnos a un balcón con vistas a la sierra.

Otros sueños, otras aspiraciones tendrán que sustituirlos sin contar con él. Poco a poco he atravesado el túnel de la incredulidad y de la tristeza y he llegado al final. La melancolía es mi compañera, pero ahora la luz del sol me permite volver a ver el horizonte. Sigo sin saber muy bien cómo y hacia dónde encaminaré mis pasos, pero estoy de pie.

Hay algo que intuyo, intuyo, más que sé, y es que para poder avanzar necesito hacer espacio, necesito desprenderme de lo que me mantiene a la salida del túnel sin moverme.

Deberíamos tener uno de aquellos letreros que encontramos en muchos establecimientos, uno de esos letreros de "Derecho de admisión". Con el paso de los años, sin ese letrero de advertencia, nuestra vida se va llenando de objetos, de creencias y de personas que nos dificultan seguir respirando, seguir creciendo, seguir nuestro camino hacia el lugar más interesante, nosotros mismos.

Ha llegado el momento de abrir las puertas y echar todo lo que entorpece nuestros pasos. Ha llegado el momento de abrir armarios, seleccionar ropa, cachibaches, adornos, libros...Ha llegado el momento de abrir las ventanas y airear las habitaciones, de nuestra casa y de nuestra alma. Ha llegado el momento de organizar las pocas posesiones que nos queden para conseguir que los espacios exteriores e interiores irradien armonía.

Ha llegado el momento, al menos para mí, de decidir qué es lo que realmente importa, quien es quien realmente importa, con qué me quedo y qué desecho. Y únicamente entonces, con la mente aireada y libre de cachibaches, quizás pueda escribir ese relato que se niega a nacer o decidir dónde quiero vivir, qué es lo que quiero hacer, qué puedo hacer para que mi vida no sea una barra libre, sino un menú degustación, donde sólo haya cosas, personas y recuerdos que importen.

Tú, Fernando, y tu recuerdo, siempre tendréis concedido mi derecho de admisión.

martes, 22 de diciembre de 2015

El mar tras un naufragio



El naúfrago contempla el mar desde la orilla a la que ha llegado exhausto, entumecido de frío y casi desnudo. Se arrodilla en la arena y respira con dificultad. No puede creer que haya conseguido llegar a tierra y que las olas enfurecidas no lo hayan engullido, furiosas, y arrastrado hacia el fondo del mar o contra el arrecife.

El barco que hasta hacía unas pocas horas surcaba, veloz y orgulloso, las aguas tranquilas bajo un cielo azul apenas salpicado de nubes blancas, ha sucumbido a la feroz tormenta que metaformoseó a aquellas en monstruos voraces, y de él no han quedado más que informes pedazos que flotan como testimonio de que el mar, símbolo de vida, también guarda una guadaña capaz de segar sueños.

El naúfrago se mira las manos vacías y su cuerpo desnudo, pero tras horas de agonía descubre que, aun vacías, aún tiene sus manos y que su cuerpo desnudo, magullado y sangrante, puede ponerse en pie y caminar.

Creyó que jamás conseguiría escapar a la fuerza inmisericorde de las olas, a la indiferencia del viento que destrozó velas y mástiles y que lo vapuleó y arrastró como una marioneta rota, mientras se hundía una y otra vez y pataleaba para salir a la superficie.

Pero allí está, milagrosamente vivo, y el mar duerme y se mece. Y, tan solo los restos del naufragio delatan su noche de furia y crueldad.

Restos del naufragio: recuerdos, fotos, imágenes, ilusiones rotas, decepciones, llanto, su voz y, a veces, su presencia en el mundo onírico, en donde aún puede abrazarme.
 
Y como el naúfrago, he llegado a tierra y toco la arena con mis manos, y soy capaz de ponerme en pie, magullada y herida y casi desnuda, pero con una mayor clarividencia, mezcla de la tristeza y las decepciones. Y sólo existen dos opciones, dejar de luchar contra las olas y hundirse, o arrastrarse a la orilla y seguir viviendo, recogiendo los restos del naufragio, llevándolos como mochila, no como ancla.



domingo, 6 de diciembre de 2015

Diario de un duelo




Cuando tenía catorce o quince años escribí un diario en el que me desahogaba explicando mis sentimientos, mis dudas, mis complejos, mis alegrías y todas aquellas cosas que me sentía incapaz de explicarle a nadie más y, mucho menos a mi madre, una buena madre, pero de otra generación con ideas muy limitadas. Ese diario no era más que una libreta vulgar, de muelle, que yo guardaba entre mi ropa, en un lugar a buen recaudo de la curiosidad y los ojos de los demás.

Hoy en día, en la época de la globalización, de las comunicaciones, de las redes sociales, he vuelto a escribir un diario, con la diferencia de que ya no se llama diario, sino blog, y  ya no está escondido en un cajón, sino que lo comparto con otra mucha gente a la que ni siquiera conozco.

Este blog no empezó siendo un diario, no era esa mi intención. Mi intención era volver a escribir, recuperar un sueño, despertar a esa escritora que se había quedado dormida mientras la vida la llevaba por otros caminos. Mi intención era escribir relatos y hacer algunas reflexiones, porque escribir es la forma en la que me expreso mejor, en la que puedo ser yo misma, volcar lo que llevo dentro sobre un papel,  pues pocas veces vemos más allá del caparazón de las personas al que llamamos cuerpo.

 Sin embargo la muerte de Fernando ha tenido dos efectos. Por una parte ha acrecentado mi deseo de despertar a esa escritora dormida y por otra ha convertido mi blog en un diario, en el diario de mi duelo por su muerte. Él me empujó a escribir cuando vivía y ha vuelto a hacerlo desde el lugar donde se encuentra. Quizás él ya no sea él, ya no sea Fernando, pero de alguna manera sigue presente. La energía no desaparece, sólo se transforma, y él era pura energía.

Los meses han ido pasando, el dolor mitigándose, y a pesar de las recaídas que llegan cuando menos me lo espero, zarandeándome y convirtiendo mi pena en rabia o en llanto, he empezado a levantarme,  aunque mi alma sea como un cristal resquebrajado y mi corazón esté cicatrizando.

 Estoy en pie y sigo viva, en esta absurda vida que ha perdido el sentido trascendente que antes tenía para mi, pero aquí estoy y no tengo otra opción que seguir caminando;  tengo un hijo al que cuidar y  un perro y unas gatas que son mi responsabilidad. Tengo que seguir caminando porque es lo que Fernando querría que hiciera, seguir caminando y seguir viviendo, aunque no tenga ni idea de para qué estamos aquí ni para qué vivimos.

Continuaré escribiendo, otras personas subirán al tren conmigo yendo de una estación a otra y quizás vuelva a encontrar el sentido a todo esto.

 La muerte de alguien que comparte su vida contigo destruye parte de la tuya, y es muy difícil y doloroso cambiar las perspectiva, y volver a enfocar la mirada en otra dirección sin esa persona. Durante meses el futuro se ve borroso y luego poco a poco se empiezan a distinguir los contornos. Ya no es el futuro al que te dirigías antes, ni siquiera sabes cual es, pero al menos puedes verlo.

Casi Navidad. Nada de celebraciones este año. No soy capaz de celebrar nada. No todavía. Volveré a a hacerlo, pero seguiré recordando a alguien que me quiso como nunca me habían querido jamás.

Buenas noches

domingo, 22 de noviembre de 2015

Expedientes de personal, entrada no demasiado poética

Hace un par de días, mientras estaba en el archivo de personal de la Subdirección de Recursos Humanos en la que trabajo, me vino una idea a la cabeza, así, de repente. Nunca me lo había planteado, pero al pensar en los expedientes de personal alfabéticamente ordenados en los armarios de aquel archivo, pensé en lo que sucede cuando hay alguna defunción de alguno de los trabajadores, por enfermedad, por accidente, por la razón que sea, a la edad que sea: ese expediente sale del archivo y se guarda aparte, en una caja, en lo alto de alguna estantería y, tarde o temprano, imagino que se destruye.

Un expediente de personal con diversos apartados: datos identicativos, vida laboral, formación...que resumen la vida de cada uno de los empleados que componen la plantilla de esa administración pública en la que paso varias horas al día, multiplicadas por meses y por años.

Y entonces extrapolé esa idea a la vida real y cotidiana. Cientos, miles, millones de personas que habitamos este planeta y que somos como esos expedientes personales que van llenándose de documentación, que si el DNI, que si el libro de familia, que si el título universitario, que si el diploma de un curso. Somos como esos expedientes personales que un día alguien retira y guarda, lejos ya de las miradas, cuando dejamos de respirar, cuando nuestro corazón ya no palpita.

Durante un tiempo la familia nos llora, los amigos piensan en nosotros y, para los que más nos querían, somos un dulce recuerdo que, en ocasiones, les dibuja una sonrisa en los labios; pero la vida sigue, los amigos, la familia y los que más nos han llorado siguen con sus propias vidas, van a trabajar, salen, se divierten, viajan, se casan, tienen hijos y asumen que la vida es eso, seguir adelante hasta que su propio expediente personal vaya a parar a una caja con la etiqueta de "Defunciones".

Es así. Hace seis meses y 28 días que Fernando murió, seis meses y 28 días de recordarlo constantemente, a cada momento, de vivir rodeada de sus fotos y sus recuerdos, de imágenes de nuestras vivencias que me asaltan cuando menos me lo espero, desde las más triviales a las más emotivas. Siempre estará dentro de mi y tendrá un lugar privilegiado en mi corazón.

Hace ya un tiempo que superé el estupor de ver cómo los demás seguían con sus vidas, como si nada hubiera sucedido, dedicando a Fernando poco más que algún recuerdo entrañable y dedicándome a mi poco más que algún pensamiento aislado, por eso, porque nada ni nadie se detiene, porque la vida fluye y nosotros somos simples gotas de agua en ese fluir perpetuo.

Sé que tengo que seguir e ir llenando los compartimentos de mi expediente personal, por mi misma, abriendo mis puertas a otras experiencias y a otras personas, sin esperar demasiado de nadie. Esa es una lección que ya he aprendido, tan cierta como que amanece cada día, que necesitamos respirar o que la tierra gira alrededor del sol. Las personas entran y salen de nuestras vidas, unas porque quieren, otras porque nosotros queremos y otras sin que ni ellas ni nosotros queramos. Y no hay que aferrarse a ninguna de ellas, tan solo a aquellas que se van a la fuerza, sin desearlo. Y aún así hay que seguir adelante, haciendoles un sitio en nuestro corazón para que su recuerdo viva, mientras nosotros seguimos tomando lo que la vida nos da, a la espera de que alguien nos saque del archivo.



sábado, 31 de octubre de 2015

Potros y tortugas o la vida que huye




Sábado...otra vez. Los días pasan unos detrás de otros, a veces brincan y saltan y trotan como potros salvajes; otras veces se arrastran lentos, un paso detrás de otro, como tortugas centenarias. Pero el resultado siempre es el mismo: al llegar el sábado y mirar atrás, me pregunto dónde ha ido cada minuto, incluso esos que se alargaban sin fin y se olvidaban de irse mientras correteaban sobre las teclas del ordenador y se escondían entre los papeles. Pasan los días y pasa la vida y apenas nos damos cuenta de lo frágil y fugaz que es, perdidos en nuestros estúpidos quehaceres y obligaciones.

Durante los últimos seis meses, hay días en que he llegado a detestar la vida y la he acusado de arrebatarme a quien quise y quiero tanto. Y, sin embargo, no es la culpable. Lo cierto es que, corriendo de un lugar a otro, la dejamos de lado, al borde del camino y luego, cuando giramos la cabeza, o bien no la vemos, o la distinguimos como un punto pequeño en el horizonte. Es entonces cuando nos preguntamos cuánto tiempo hace que se quedó ella allí sentada esperándonos, y la pobre no entiende por qué nos quejamos tanto de que se vaya tan rápido, cuando somos nosotros los que la dejamos olvidada.

Hace un par de días, al abrir mi armario, en donde aún está colgada su ropa al lado de la mía, no puede evitar acariciar sus camisas y buscar su olor en su chaqueta. Tarde o temprano tendré que guardarla y decidir qué hacer con ella, aunque de momento me siento incapaz de desprenderme de nada. Sé que él no va a volver, pero tenerla es como tener algo suyo, algo material y tangible.

Fernando nunca dejó la vida al borde del camino, siempre la llevó con él, firmemente cogida de la mano. No dejó que se le escapara ningún minuto, hizo cientos de cosas, disfrutó de cada momento de diminuta felicidad.  Era vital, y las desgracias propias y ajenas a las que tuvo que hacer frente no hicieron más que reforzar esa gran fuerza interior que le permitían valorar la vida, la Vida: la rosa y las espinas, la miel y las heces.

Cuando el vacío de su ausencia se mitiga un poco, cuando la tristeza se echa a dormir durante un rato, me digo a mi misma que tengo que seguir adelante, por él y por mí, que tengo que aprender a vivir como el vivió. Sé que es imposible, pero quizas su ejemplo me sirva, cuando su pérdida sea más llevadera, para recoger cada minuto perdido, tenderle la mano a los días, a los pasados, a los presentes y los que están por venir y seguir caminando hasta que llegue la estación en la que tenga que bajarme. Así podré saludar a los que sigan su viaje, sin arrepentirme de lo que dejé por hacer, satisfecha de haber hecho mi camino lo mejor que supe.